Las exposiciones y los estudios especializados, de las últimas
décadas, han revalorizado el papel de
Francisco de Goya (1746-1828) como
pintor religioso, faceta habitualmente reducida a los tópicos de obras
inmaduras de juventud y encargos de puro compromiso. Dicha percepción
del artista se complementa con la imagen de un
Goya anticlerical, que
serviría para confirmar que la pintura religiosa goyesca es de segundo
orden. Sin embargo, las raíces del pintor aragonés no avalan esta
visión.
Fue en el colegio de los
Escolapios de
Zaragoza, en la actual
calle del conde de Aranda, donde el joven
Francisco mostró
predisposición por el dibujo e interés por el arte, y a esto se sumó el
ejemplo de su padre,
José, maestro dorador, un auténtico experto con el
encargo de controlar la calidad de los dorados de las imágenes de la
basílica del Pilar, que, a mediados del siglo XVIII, seguía siendo un
edificio en construcción, necesitado de pintores y artesanos.
La familia
formada por
José Goya,
Engracia Lucientes y sus cinco hijos vivía en la
plaza de la Mantería, junto al
Coso zaragozano, no muy alejado de la
gran basílica mariana. Frecuentes eran los desplazamientos del padre al
Pilar, y en ocasiones debió de acompañarlo el perspicaz
Francisco. Allí
contemplaría el triunfo de un estilo artístico, muy influido por el
barroco italiano, con elegantes composiciones en las que primaban los
detalles de la puesta en escena. Era el estilo que el joven
Goya
asumiría en el fresco
Los ángeles adorando el nombre de Dios, pintado para el coreto del
Pilar en 1772. Sin embargo, poco tiene que ver con la bóveda
Regina Martyrum,
que le encargaron en 1780 y que obligó al pintor a regresar a
Zaragoza
desde
Madrid, donde había encontrado trabajo en la corte de
Carlos III,
por mediación del
conde de Floridablanca.
Por entonces, el artista, que ya no disponía de casa en la capital
aragonesa, escribía a su amigo y compañero de colegio,
Martín Zapater,
para encomendarle la búsqueda de una vivienda. Con gran sencillez,
Goya
describe el mobiliario que necesitaba, pues se conformaba con «
una
estampa de Nuestra Señora de Pilar, una mesa, cinco sillas, una sartén,
una bota y un tiple, asador y candil. Todo lo demás es superfluo». Había
vuelto a su ciudad para pintar una bóveda donde estarían representados
santos mártires, en su mayoría aragoneses, presididos todos ellos por la
gloria de la que es
Reina de los mártires. Vemos en escena a san
Lorenzo, san Valero, san Vicente, santa Engracia, santo Dominguito de
Val, o san Pedro Arbués, junto a san Esteban, el primer mártir, y los
apóstoles san Pedro y san Pablo. Sin embargo, la obra no gustará a los
canónigos que la habían encargado. Acaso esperaban algo más académico,
los habituales rostros casi inexpresivos del neoclasicismo vigente, y,
en su lugar,
Goya había desatado una apoteosis del color y la luz,
iluminadores de los rostros de los mártires, llenos de la alegría y
serenidad de quienes son conducidos por la
Madre de
Cristo al Paraíso.
El rechazo de su trabajo causó a
Goya una profunda desilusión, la que
confirma que nadie es profeta en su tierra, si bien el tiempo acabaría
poniendo las cosas en su sitio. Con todo, en otra carta, fechada en
Madrid el 20 de octubre de 1781, el pintor pedía a su amigo
Zapater que
rezara por él a la Virgen del Pilar, porque «
tengo muchas ganas de
trabajar y, sin embargo, recibo muchos trabajos que me aburren».
La sensibilidad artística y religiosa presente en la bóveda del
Pilar, contrasta con el tópico de un
Goya seco y rudo. Llama la atención
de que, hacia 1771, pintara un óleo en el que se representa a la
Virgen
del Pilar rodeada de ángeles, un cuadro, no de encargo, sino destinado a
la devoción familiar, en el que el convencionalismo rococó tiene
vocación de ser superado por los ricos matices cromáticos y de luz. Esta
obra demuestra que el pintor era receptivo a las devociones vividas
desde niño, sin dejar de ser un hombre sabio e ingenioso, conocedor de
las corrientes culturales del momento. Hijo de un modesto artesano, le
tocó codearse con la nobleza, aunque nunca compartió con ella esas modas
e ideas de
París que pretendían arrinconar la religiosidad y la
sabiduría populares, consideradas arcaicas. Conviene recordar que
Goya
nunca fue un ilustrado escéptico a la francesa, y su anticlericalismo
debió de ser, ante todo, un reproche, a menudo amargo, de la
incoherencia entre la fe y la vida.