La lluvia en el desierto desconcierta. Si es que existe, debe ser cosa del cambio climático.
Cierto que he pasado media vida dando tumbos por el mundo, pero al volver al sur no recordaba tantas horas de lluvia incesante.
Recuerdo que en el colegio, un día lluvioso era un fenómeno extraño. Casi nadie iba a clase, y a las pocas que acudíamos, nos entrenían con juegos: la silla, las palabras, veo-veo… aún siendo adolescentes. Si la lluvia comenzaba cuando ya estábamos en el aula, sabíamos que vendrían en coche a recogernos, aunque viviésemos a tan sólo cinco minutos del cole.
El atasco en la puerta del colegio era monumental. Nannys corriendo en nuestra búsqueda, paraguas abiertos en mano para cubrirnos, mientras los padres aguantaban nerviosos dentro de los coches los claxons impacientes de los que esperaban en cola.
Por escasa, mejor era la lluvia en verano. ¡Cómo me gustaba después el olor a mojado! Y sobre todo que durante un rato desapareciese el vapor ardiente del asfalto.
Mágico aquel día, recuerdo que fue en cuarto, que en clase de lectura tocaba leer este poema de Antonio Machado. Atónitas contemplábamos, ajenas a Caín, el agua resbalando tras los cristales blancos biselados.
RECUERDO INFANTIL
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.
Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.
Y todo un coro infantil
va cantando la lección;
mil veces ciento, cien mil,
mil veces mil, un millón.
Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.
Has hecho que me sienta melancólico. Guardo buenos recuerdos de mi infancia en los días de lluvia. El colegio suponía para mí un gran encuentro con grandes amigos. Pasé una infancia muy feliz a su lado y esos días lluviosos daban un toque diferente a la jornada.
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