"El hombre se forma interiormente con el ejercicio y se
forja respecto a lo exterior mediante choques", (Art poétique). Estas
palabras de Paul Claudel definen admirablemente lo que fue la esencia de la
vida de este gran poeta y dramaturgo francés. En ellas está fijada su
trayectoria vital en toda su síntesis y profundidad.
Claudel luchó durante su existencia en la búsqueda de su
verdadera vida, pero también fue la misma vida la que le golpeó encaminándole
por sendas y cimas que jamás hubiera alcanzado por su propio pie.
Nació en 1868. Licenciado en Derecho y en Ciencias Políticas,
después empezó la carrera diplomática, representando a su país brillantemente
por todo el mundo.
Hijo de un funcionario y de una campesina, fue el más pequeño
de una familia compuesta por dos hermanas más. Un ambiente familiar muy frío le
lleva a replegarse sobre sí mismo y, como consecuencia, a iniciarse en la
creación poética.
También incidirá con fuerza en su espíritu el ambiente materialista
y ateo de Francia en su época. Las lecturas de Renan, Zola.,y especialmente
su paso por el liceo Louis-le-Grand y la visión de la muerte de su abuelo,
crean en él un estado de angustia en el que la única certeza es la de la nada
en el más allá. Allí se hunde en el pesimismo y la rebeldía.
En medio de ese aire enrarecido y de esa ausencia de
horizontes, el joven Claudel busca aire desesperadamente: le llegan bocanadas
en la música de Beethoven, y de Wagner, en la poesía de Esquilo, Shakespeare,
Baudelaire; y, de repente, la luz de Arthur Rimbaud, un espíritu hermano del
suyo, pero que le abría inmensas perspectivas a su vida más profunda y personal
que hasta ese momento desconocía. Pero su habitual estado de ahogo y
desesperación continuó siendo el mismo.
En la Navidad de 1886 un acontecimiento cambiará su vida. Él
mismo narrará, veintisiete años después, lo sucedido:
Piedad de Notre Dame de París |
"Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886, fue a Notre-Dame de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes. Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía, con un placer mediocre, a la Misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a las vísperas. Los niños del coro vestidos de blanco y los alumnos del pequeño seminario de Saint-Nicholas-du-Cardonet que les acompañaban, estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat. Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía.
Entonces fue cuando se produjo el acontecimiento que ha
dominado toda mi vida. En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con
tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción
tan fuerte, con tal certidumbre que no dejaba lugar a ninguna clase de duda,
que después, todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de
mi agitada vida, no han podido sacudir mi fe, ni, a decir verdad, tocarla. De
repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia
de Dios, de una verdadera revelación inefable. Al intentar, como he hecho
muchas veces, reconstruir los minutos que siguieron a este instante
extraordinario, encuentro los siguientes elementos que, sin embargo, formaban
un único destello, una única arma, de la que la divina Providencia se servía
para alcanzar y abrir finalmente el corazón de un pobre niño desesperado:
"¡Qué feliz es la gente que cree! ¿Si fuera verdad? ¡Es verdad! ¡Dios
existe, está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me
llama!". Las lágrimas y los sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno
del Adeste aumentaba mi emoción.
Notre Dame de París |
¡Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un
sentimiento de miedo y casi de horror ya que mis convicciones filosóficas
permanecían intactas! Dios las había dejado desdeñosamente allí donde estaban y
yo no veía que pudiera cambiarlas en nada. La religión católica seguía
pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me
inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco.
El
edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le
encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido simplemente es que había
salido de él. Un ser nuevo y formidable, con terribles exigencias para el joven
y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de
acuerdo con nada de lo que me rodeaba. La única comparación que soy capaz de
encontrar, para expresar ese estado de desorden completo en que me encontraba,
es la de un hombre al que de un tirón le hubieran arrancado de golpe la piel
para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido. Lo que
para mis opiniones y mis gustos era lo más repugnante, resultaba ser, sin
embargo, lo verdadero, aquello a lo que de buen o mal grado tenía que
acomodarme. ¡Ah! ¡Al menos no sería sin que yo tratara de oponer toda la
resistencia posible!
Esta resistencia duró cuatro años. Me atrevo a decir que
realicé una defensa valiente. Y la lucha fue leal y completa. Nada se omitió.
Utilicé todos los medios de resistencia imaginables y tuve que abandonar, una
tras otra, las armas que de nada me servían.
Esta fue la gran crisis de mi
existencia, esta agonía del pensamiento sobre la que Arthur Rimbaud escribió:
"El combate espiritual es tan brutal como las batallas entre los hombres.
¡Dura noche!". Los jóvenes que abandonan tan fácilmente la fe, no saben lo
que cuesta reencontrarla y a precio de qué torturas. El pensamiento del
infierno, el pensamiento también de todas las bellezas y de todos los gozos a
los que tendría que renunciar -así lo pensaba- si volvía a la verdad, me
retraían de todo.
Pero, en fin, la misma noche de ese memorable día de Navidad,
después de regresar a mi casa por las calles lluviosas que me parecían ahora
tan extrañas, tomé una Biblia protestante que una amiga alemana había regalado
en cierta ocasión a mi hermana Camille. Por primera vez escuché el acento de
esa voz tan dulce y a la vez tan inflexible de la Sagrada Escritura, que ya
nunca ha dejado de resonar en mi corazón. Yo sólo conocía por Renan la historia
de Jesús y, fiándome de la palabra de ese impostor, ignoraba incluso que se
hubiera declarado Hijo de Dios. Cada palabra, cada línea, desmentía, con una
majestuosa simplicidad, las impúdicas afirmaciones del apóstata y me abrían los
ojos. Cierto, lo reconocía con el Centurión, sí, Jesús era el Hijo de Dios. Era
a mí, a Paul, entre todos, a quien se dirigía y prometía su amor. Pero al mismo
tiempo, si yo no le seguía, no me dejaba otra alternativa que la condenación.
¡Ah!, no necesitaba que nadie me explicara qué era el Infierno, pues en él
había pasado yo mi "temporada". Esas pocas horas me bastaron para
enseñarme que el Infierno está allí donde no está Jesucristo. ¿Y qué me
importaba el resto del mundo después de este ser nuevo y prodigioso que acababa
de revelárseme?" (Ma conversion. 10-13.)
Una carta de 1904 a Gabriel Frizeau demuestra que el recuerdo
de ese instante de Navidad estaba ya fijado entonces:
"Asistía a vísperas
en Notre-Dame, y escuchando el Magnificat tuve la revelación de un Dios que me
tendía los brazos".
"Así hablaba en mí el hombre nuevo. Pero el viejo resistía
con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría
ante él. ¿Debo confesarlo? El sentimiento que más me impedía manifestar mi
convicción era el respeto humano. El pensamiento de revelar a todos mi
conversión y decírselo a mis padres... manifestarme como uno de los tan
ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Y, de momento, me
sublevaba, incluso, la violencia que se me había hecho. Pero sentía sobre mí
una mano firme.
No conocía un solo sacerdote. No tenía un solo amigo
católico. (...) Pero el gran libro que se me abrió y en el que hice mis
estudios, fue la Iglesia. ¡Sea eternamente alabada esta Madre grande y
majestuosa, en cuyo regazo lo he aprendido todo!".
Paul-André Lesort: Claudel visto por sí mismo.
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