jueves, 13 de agosto de 2015

Cartas a María, I

Hugo Van der Goes: Dormición de la Virgen, 1480.


CARTAS A MARÍA

 I 
 JUAN 

Madre, mirándote ahora, tendida en tu lecho, me parece mentira cómo ha pasado el tiempo. Dicen que yo era el discípulo que tu hijo amaba. Pero aunque los demás no lo sepan, también soy el que más amas tú. O quizá, con la perspectiva que me dan los años, me doy cuenta de esa capacidad que tenéis las madres para conseguir que cada hijo se sienta único y el más querido.

Siempre he pensado que conectábamos tanto porque teníamos en común el haberle dicho “Sí” a Dios a primera hora. Pronto te supiste elegida desde toda la eternidad, y algo así me ocurrió a mí. Por eso nunca dudé de mi llamada y me lancé a seguir a Jesús desde muy jovencito.

María, nos tienes aquí reunidos a los primeros seguidores de Jesús, a los que dejamos las redes y le seguimos. ¡Hemos vivido tantas cosas juntos! No imaginas cómo ansiaba volver a tu casa con Jesús después de tantos días por esos caminos hablando a las gentes de Dios. Regresar al hogar de Nazaret ha sido para mí la antesala del Cielo. Lo más parecido al paraíso. En este hogar sencillo se respiraba paz porque estabas tú, esperándonos como sólo sabe hacerlo una madre. Has sabido hacernos descansar. Nos escuchabas atentamente, te alegrabas cada vez que se nos unía más gente. También podía ver tu cara de dolor cuando recibías la noticia de que tu Jesús no era bien recibido en algún sitio. Ahora comprendo que esa era la espada que traspasaba tu alma.

Lo que más nos unió fue aquel día a los pies de la cruz. ¿Cómo no iba a estar allí, a tu lado?
Madre, yo no entendía nada. Miles de ideas se me agolpaban en la cabeza: ¿cómo es posible que yo hubiese entregado mi vida a un Dios, a un ideal, cuyo hijo pendía ahora de una cruz como un vil malhechor? ¿Y si todo había sido un fraude? Pero tu mirada, a pesar del infinito dolor, me transmitía esperanza. Tus ojos me pedían que esperase, que confiase, que renovase una vez más ese “fiat” que he venido repitiendo cada día de mi vida. Y me fié. Por ti me fié, por ti esperé. ¡Y vaya si tuvimos recompensa!
Las palabras agonizantes de Jesús aquel día me parecieron de lo más normal: “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu Madre”. Jamás te hubiese dejado, María. Pienso que Jesús sólo quiso confirmar lo que debía hacer yo, y constatar esa herencia que ha dejado a toda la humanidad, que es el que seas la MADRE de todos nosotros.

Madre, siempre me he sentido un privilegiado. No me cabe duda de que nuestra lucha, y la sangre derramada por tu hijo va a dar frutos de eternidad. Sé que esta siembra de amor durará mientras haya hombres en la tierra. Pero el Altísimo quiso contarme entre los primeros. Por ti ha entrado la salvación al mundo, y no sabes cómo me sobrepasa el estar viviendo contigo. Serán millones los que en un futuro te llamarán Madre, pero soy yo quien está en tu casa. Los demás me dicen que soy afortunado por poder cuidarte. Incluso ahora, en estos momentos de dolor en que es inminente tu partida al Cielo, me miran con envidia. Yo, un humilde pescador, cuyo único mérito ha sido seguir a tu hijo desde mi adolescencia, desde el instante en que noté que posaba sobre mí su mirada. Madre, daría mil vidas que tuviese por volver a estar en este hogar contigo. ¿Cómo podré pagar a Dios todo el bien que me ha hecho?

Eres la mujer eucarística, el primer sagrario. Esto se contará a lo largo de los siglos, pero soy yo quien está contigo. Sí, eres vaso sagrado. Y por eso Dios te quiere en cuerpo y alma en el Cielo. Quien llevó en su seno al Hijo de Dios, es lógico que vuelva al seno de Dios.

Cuando subas al Padre, le contaré a todos que no nos dejas solos, que podemos acudir a ti, incluso más que ahora: siempre. Y ahí estarás tú, contándole a Dios cosas bonitas de nosotros. Y nos seguirás mirando con mirada de Madre. Y que como hiciste conmigo, nos llevarás a todos de tu mano hacia tu hijo, siempre que no queramos soltarla. Especialmente a todos los que como tú y como yo quisieron que su libertad fuese decirle “Sí” a Dios desde primera hora.


Tu hijo, que te ama con locura,
Juan.

Paolo Veronese (1585-1587)


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