Fue a mediados de los ochenta. En quella época, toda la familia pasábamos parte del verano en la costa levantina. Los niños formábamos una pandilla junto con los primos y vecinos de la urbanización. Las tardes transcurrían entre la playa, las excursiones en bici, la terraza de cine al aire libre, y la heladería con su famoso helado de pitufo. Aquel verano una nueva chica se unió a la pandilla. Era de Madrid, como casi todos en la zona. Sólo coincidimos ese año, el 86. He de reconocer que no recuerdo su nombre, pero sí lo primero que nos dijo tras las presentaciones de rigor: “¿conocéis a Alexia?”. Era una chica de su clase, que había muerto el invierno anterior a causa de una especie de cáncer. Aunque yo ya había vivido la muerte de alguna compañera del colegio, me impactó lo que me contaba de aquella adolescente como nosotras.
No sé si se lo conté a mi madre, pero al cabo de unos meses nos regaló a mis amigas y a mí la primera biografía de Alexia.
Su lectura me impresionó vivamente. Que una chica de mi edad , con una terrible enfermedad, lo llevase tan bien, con la ayuda de sus impresionantes padres. Ellos le enseñaron a ofrecer todo su sufrimiento a Dios, con la mayor naturalidad del mundo. Alexia se metió en mi vida, y desde entonces no he dejado de acudir a su intercesión.
Hay quienes piensan que a los niños no hay que hablarles del dolor, y evitan a toda costa que se enfrenten al sufrimiento. Pienso que es un craso error. El dolor aparece indefectiblemente en nuestras vidas, y puede ser en cualquier momento. Siempre es bueno tener un punto de referencia.
En mi caso y en el de muchas adolescentes de mi edad, fue Alexia.
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